Desde la introducción de los primeros tratamientos
modificadores de la enfermedad a mitad de los años 90 hasta hoy, han sido
autorizadas 12 alternativas de tratamiento para la Esclerosis Múltiple. En un
interesante artículo publicado en la revista Frontiers in Neurology, los
autores Gustavo Saposnik y Xavier Montalban reflexionan sobre los motivos que
llevan a no modificar o intensificar el tratamiento cuando no hay respuesta
adecuada al mismo; la denominada “inercia terapéutica”.
La disponibilidad de múltiples alternativas de tratamiento
obliga al médico a analizar la situación y tomar decisiones basadas en el nivel
de actividad de la enfermedad, su riesgo de progresión, las preferencias y
características del paciente y su propia experiencia. Todos estos elementos
deben sopesarse para alcanzar un equilibrio adecuado entre eficacia y
seguridad. La constante necesidad de tomar decisiones ante las distintas
alternativas que emergen puede llevar de forma paradójica a esa inercia
terapéutica, a pesar de que la evidencia de los estudios dicta que un inicio
precoz del tratamiento y una monitorización de la respuesta al mismo pueden
mejorar la evolución de la enfermedad, la discapacidad, la aparición de nuevas
lesiones y la afectación cognitiva.
Una de las posibles razones para este fenómeno es la falta
de formación del médico en la toma de decisiones y valoración del riesgo, pero
además, la falta de conocimiento del paciente impide a este último que es un
actor fundamental, participar en una decisión compartida.
Otras razones para esa dificultad en la toma de decisiones
pueden buscarse en el fenómeno descrito en neuroeconomía y estudios con
consumidores como “fatiga de decisión”, por el que al aumentar el número de
opciones posibles crece la dificultad para la toma de decisión por sobrecarga
de información.
En la vertiente del paciente, la teoría de la expectativa o
de las perspectivas también ayuda a entender el fenómeno. Según esta teoría, la
decisión entre dos alternativas con impacto sobre el balance riesgo/beneficio,
dependerá del umbral donde cada uno pone el límite en el que considera que
merece la pena el riesgo. Este umbral es diferente en función de las personas y
su experiencia, por lo que no extraña que pueda costar más asumir un riesgo
cuando el paciente desde su experiencia no percibe riesgo de progresión de la
enfermedad o impacto sobre su nivel de discapacidad.
Un tercer concepto importante que apuntan los autores del
artículo es la tendencia humana al status quo, o tendencia a aferrarse a las
decisiones ya tomadas. Ejemplos de este fenómeno pueden encontrarse en la
fidelidad a compañías aseguradoras, de telefonía o internet, a pesar de que
pueda haber otras opciones más ventajosas. Los pacientes y el personal
sanitario no son inmunes a este tipo de sesgos y pueden perderse oportunidades
de mejora.
Los autores del artículo concluyen con la necesidad de sacar
partido a los beneficios que pueden proporcionar los avances en el tratamiento,
para lo que habrá que avanzar en la formación del médico y en proporcionar más
información al paciente para facilitar su participación en la toma de
decisiones.
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