Asun Pié Balaguer, profesora del Grado de Educación Social.
A raíz de la noticia Catarroja reclama al Consell una residencia para diversidad funcional de enero de 2018, es importante seguir recordando que ello no es motivo de aplausos. El modelo residencial no es una buena práctica, fundamentalmente porque restringe las experiencias de vida, coarta la libertad de sus residentes y vulnera la legislación internacional. La Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de Naciones Unidas (13 de diciembre de 2006), ratificada por España en 2007, tiene como objetivo garantizar el ejercicio efectivo de todos los Derechos Humanos y el respeto a su dignidad inherente. Pasada una década, se siguen vulnerando la mayor parte de sus artículos y la lógica residencial desempeña un papel central en esta violación. Su artículo 19 recoge el Derecho a vivir de forma independiente y a ser incluido en la comunidad.
La mayor parte de personas con diversidad funcional que viven en residencias no han hecho una elección consentida de su ingreso, sino que se han visto empujadas o presionadas a habitar un espacio segregado por el simple hecho de necesitar algunos apoyos. Pero no solo se vulnera el artículo 19 sino la mayor parte de ellos. Veamos una breve lista de estas violaciones generalizadas que conlleva vivir en una institución:
Artículo 3. Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona. Vivir en una institución restringe drásticamente la libertad individual, al quedar ésta supeditada a los horarios, normas y regulaciones del centro. Esta restricción de libertad afecta a los aspectos fundamentales de la vida cotidiana de las personas institucionalizadas.
Artículo 5. Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes. Vivir en una institución implica recibir tratos degradantes, teniendo en cuenta que las personas institucionalizadas no pueden escoger ni quien o cuando manipulan sus cuerpos en los aspectos más íntimos de la vida cotidiana. Quiere decir esto que ni siquiera pueden decidir cuándo ir al baño.
Artículo 12. Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques. Vivir en una institución conlleva una pérdida total de la intimidad en la vida privada e imposibilita por completo formar una familia propia y/o mantener una vida familiar de acuerdo con el entorno cultural en el que vivimos.
Artículo 13. Toda persona tiene derecho a circular libremente y a escoger su residencia en el territorio de un Estado. Vivir en una institución impide circular libremente en la misma medida en que lo hace el resto de la ciudadanía (Centeno, 2012).
El autor sigue así con 14 artículos más (artículos 16, 17, 18, 20, 21, 22, 23, 24, 25. 26, 27, 28, 29, 30). Lamentablemente no disponemos de espacio suficiente para entrar en detalle con cada uno de ellos. 18 artículos de la Convención que se vulneran cada día no es un dato menor y aun así se siguen construyendo residencias destinadas a segregar personas que funcionan de manera diferente por la simple razón de ser diferentes. Recordemos aquí que el modelo social anglosajón (originario de los años 60) y presente también en nuestro país, aboga por la desinstitucionalización y la generalización de la vida independiente a través de la asistencia personal; algo muy minoritario en nuestro país.
Determinadas dinámicas institucionales generan una violencia sistemática y diaria contra las personas atendidas y, habitualmente también, contra los propios trabajadores. Pensar que una persona, por el mero hecho de necesitar algunas ayudas diarias, ya tiene un futuro determinado en una institución residencial, es violento. Lo es porque no deja espacio a la elección personal y porque por un efecto de abracadabra equipara la segregación al buen trato. Según Radtke (2003) y otros, las instituciones para personas con diversidad funcional están frecuentemente imbuidas de violencia estructural. En realidad son fruto de aquella. Como decíamos, observamos esta violencia en la imposibilidad de personalizar los horarios, de elegir el asistente que manipulará sus cuerpos, la falta de elección de los tiempos y actividades de ocio y la falta de elección del tipo y frecuencia de contactos externos.
Por otro lado, nos fijamos que la mayoría de servicios tienen cierta tendencia a la segregación, constituyéndose a menudo como un auténtico mundo paralelo. En la vida institucional, son los otros los que toman las decisiones y todavía hoy no se ejerce suficientemente el derecho a la autodeterminación.
Cabe entender que muchas personas, desde la infancia, se acostumbran a que otros tomen las decisiones por ellos. Esto, con el tiempo, terminará normalizando situaciones de violencia y, en consecuencia, incrementando los factores de vulnerabilidad. Tanto más cuando todo el entorno y cultura confirman la normalidad de la violencia sufrida. Así, algunas personas terminarán creyendo que lo que les ocurre forma parte de su discapacidad y no del entorno.
Por otro lado, en lo que refiere a las instituciones también conviene tener clara la desigualdad de poder que se inscribe entre trabajadores y personas con discapacidad. Esta desigualdad convertirá en muy dificultosa la denuncia o petición de ayuda en caso de abuso de los mismos profesionales. Los riesgos de mayores abusos, represalias, abandono son muy altos. La experiencia, para Radtke (2003) y otros demuestra que muy habitualmente no se cree a las víctimas.
“Las residencias son como Auschwitz” afirmaba una compañera recientemente desde la experiencia que le otorgaba haber vivido un tiempo en una de ellas. Lo que sostiene el sistema residencial, lo que lo hace aceptable para la mayoría, es la misma naturalización de vida en residencia a la que se les empuja por motivos de diversidad funcional. En realidad, pensamos que las instituciones residenciales son el marco más representativo de la coerción a la libertad individual justificada por razón de aquella diferencia corporal.
En síntesis, las consecuencias más claras de vivir en residencia son:
– La pérdida de autonomía.
– La pérdida de capacidad de decisión.
– El progresivo proceso de despersonalización.
– El fomento de la sumisión y la docilidad.
– La pauperización de estímulos externos.
– La disminución drástica de las experiencias de vida.
Vemos aquí, a menudo, aquella mortificación del yo de la que nos hablaba Erving Goffman (1961) que consiste en la ruptura con el exterior, la pérdida de control de los objetos personales, el establecimiento del mismo tipo de rutina enajenante, la exposición de la propia intimidad, entre otros. Pasados casi 60 años de los trabajos de Goffman sus descripciones siguen vigentes en nuestro país.
En palabras de Javier Romañach (uno de los miembros más activos del Foro de Vida Independiente):
Mientras no exista una prohibición explícita de la institucionalización, se deberá garantizar a todas las personas con diversidad funcional la libertad real de escoger entre los recursos institucionalizadores y los apoyos para una vida independiente, al mismo tiempo que se promueve el tránsito hacia el modelo que es más respetuoso con los Derechos Humanos. Esta libertad de elección y promoción de los Derechos Humanos implican una prioridad de los recursos disponibles hacia el modelo de vida independiente. No puede considerarse que alguien ingresa libremente en una institución cuando la Administración invierte 3000 euros al mes en una plaza residencial si el ciudadano acepta ser institucionalizado y sólo 800 euros al mes si quiere hacer una vida independiente.
(Javier Romañach, 2012)
(Javier Romañach, 2012)
Los incrementos presupuestarios, a priori, no nos dicen nada sobre el tipo y calidad de servicios. Tampoco son garantía de derechos por sí mismos. Habrá que ver entonces no solo qué cantidades se destinan sino especialmente para que y bajo qué lógica.
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